martes, 6 de mayo de 2014

Año 844 DC: los vikingos saquean Sevilla (Parte I).


Antes de comenzar con el relato de la primera parte de este apasionante y desconocido episodio de la historia de la Alta Edad Media española, es conveniente realizar una pequeña introducción para ponernos en antecedentes.

A mediados del s. VIII d.C los musulmanes se habían adueñado de una buena parte del mundo conocido. Apenas un siglo después de la muerte del profeta Mahoma (632), el Islam había traspasado las fronteras naturales de la península arábiga para dominar un vasto imperio que se extendía desde el actual Pakistán hasta los desiertos de Marruecos y el sur de España, cuya conquista comenzaría en el año 711 en detrimento del reino visigodo de Toledo.


Este inmenso poder estaba personificado en la figura del califa (del árabe jalifa, representante), institución que desde el 661 venía siendo monopolizada por un miembro de la legendaria dinastía de los Omeya de Damasco. Bajo su cetro, el imperio musulmán fue gobernado durante casi un siglo sin que tuvieran que hacer frente a graves conflictos políticos. Sin embargo, el poder de la familia Omeya pronto despertaría las envidias de sus enemigos. Las luchas intestinas entre clanes familiares estaban debilitando el mundo musulmán. Los alíes o chiíes (los seguidores de Alí, primo y yerno del profeta) reclamaban sus derechos como sucesores legítimos de Mahoma. A fin de provocar la caída de los omeya, comenzaron a dispersar rumores por todo Oriente Próximo: se decía que no eran lo suficientemente religiosos; arabizaban, sí, pero no islamizaban los territorios conquistados. ¿Acaso los Omeya consideraban la fe como un asunto secundario?

Arriba, la Gran Mezquita de Damasco, joya de la arquitectura Omeya (s. VIII)

En realidad la cuestión era mucho más compleja; sin embargo, el clan de los alíes se encargó de difundir esta leyenda negra entre los grupos de poder del territorio. Tan sólo era cuestión de tiempo que la revuelta estallara en algún lugar del imperio, y así sucedió en el año 740: los alíes inician una sublevación contra el poder central de Damasco en los territorios de la zona pérsica. Estaban plenamente decididos a derrocar a toda costa de los Omeya; a la cabeza de la revuelta, Abu-al-´Abbas, el líder del clan de los abásidas, una importante familia local entroncada directamente con el califa Alí. Tras violentas contiendas, Abu-al-´Abbas se proclama califa en el 750 tras derrotar a los partidarios de los Omeya en la batalla del Gran Zab, fundando así una dinastía que se mantendría en el poder hasta bien entrado el s. XIII. La ruptura definitiva se produciría una década después con la fundación de la ciudad de Bagdad, donde trasladarían la corte, estableciendo allí la sede político-administrativa del califato.

Pero las ansias de poder del nuevo califa no se detuvieron ahí: no contento con haber usurpado el trono de Damasco, decidió que la única forma de garantizar la estabilidad de su familia pasaba por eliminar literalmente a los Omeya de la faz de la tierra - de ese modo, nadie en un futuro podría reclamar el trono en su nombre-. Para ello, los abásidas convidaron a la derrotada familia rival en la ciudad de Abu-Futrus (Abu-Futrus) , en la actual Palestina; el motivo oficial era un banquete en el que, supuestamente, se tratarían asuntos de Estado, quizás de amnistía. 

Todo transcurría con normalidad hasta que el anfitrión hizo un gesto a su guardia. Entonces la escena se sumió en el caos, y comenzaron a brillar los filos de los puñales. Horrorizados, los Omeya intentaron escapar desesperadamente. Los gritos de clemencia se ahogaron entre las cuatro paredes de la sala: uno por uno fueron pasados a cuchillo, jóvenes y viejos, mujeres y niños. Las instrucciones de los abásidas habían sido tan crueles como precisas: “que ningún omeya quede con vida”. Aquel suceso ignominioso pasaría a la posteridad como la “Matanza de Abú-Fuctros”.

La matanza de Abu-Futrus acabó con casi todos los miembros de la familia Omeya. 

Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, el destino tenía reservada una sorpresa: el joven príncipe Abderramán y su hermano Yahya no estaban entre los cadáveres; habían conseguido escapar de la matanza. Escondido entre los miles de ciudadanos que intentaban escapar de la persecución de los abasíes, abandonó Damasco y se refugió junto a las tribus beduinas de los desiertos del norte de África, territorios que había pasado a ser dominio de los caciques locales, antiguos emires y terratenientes que simpatizaban con los omeya y que se habían autoproclamado independientes del nuevo poder de Bagdad. Recibieron al príncipe Abderramán como a un nuevo líder, y en poco tiempo reunió bajo su mando a miles de partidarios.

A pesar de todo, Abderramán decidió no volver a Damasco. Ya había corrido demasiada sangre. Contaba con suficientes súbditos como para comenzar de nuevo, y quiso hacerlo en otro lugar, en los confines occidentales del imperio: las recién conquistadas tierras del sur de la Hispania visigoda. Así fue como Abderramán I se convirtió en el padre de Al-Ándalus. 

Efigie de Abderramán II, bisnieto de Abderramán I, en un sello conmemorativo emitido en 1986 por la Real Casa de la Moneda de España (1986).

Abderramán I se proclamaría emir independiente del poder de Bagdad en el 756, eligiendo Kurtuba (Córdoba) como capital del emirato omeya andalusí.

Ahora viajemos de nuevo en el tiempo y situémonos en el año 822. El bisnieto de Abderramán I - Abderramán II - se proclama cuarto emir de Al-Ándalus tras la muerte de su padre Alhakén I. Será durante su reinado cuando Córdoba se vea obligada a hacer frente a las invasiones vikingas, objeto del análisis de la segunda entrega de ésta nuevo pasaje de la historia que os ofrecemos desde Antiquus.


Nacho del Val


3 comentarios:

  1. Esperando como loco esa segunda parte, me tenéis en ascuas jodios.

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    1. Esperamos que en breve Nacho nos vuelva a asombrar con la segunda parte ;)

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  2. Muy buena introducción y puesta en antecedentes. Con ganas de leer la segunda parte :D

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