miércoles, 27 de noviembre de 2013

El Khmer Rojo. Silencio en los arrozales: El genocidio camboyano.


Vayamos con otro monográfico. El tema que he elegido se aleja bastante de lo visto hasta ahora; dejaremos por esta vez la Prehistoria, la Historia Antigua o el Medievo, y todo lo que ello conlleva, para abordar unos acontecimientos históricos que se sitúan más cercanos en el tiempo a nosotros, en pleno siglo XX. La elección de este tema viene dada, ni más ni menos, por la oportunidad que tuve hace relativamente poco de ver una película que me impactó notablemente y que trataba algunos de los sucesos que veremos a continuación: “Los gritos del silencio” (The Killing Fields). La historia contemporánea no es mi fuerte, así que muchos acontecimientos y procesos políticos acaecidos en esta etapa de la historia no los tengo muy empapados por lo que para este monográfico me he tenido que documentar algo más que otras veces. Por tanto, si alguno de vosotrs se da cuenta de algún error o detecta cualquier cosa que crea que no es cierta, que me disculpe y, si es posible, cosa que agradeceré, que me corrija.

Dicho esto, veamos pues uno de los periodos más horribles y vergonzosos que tiene en su haber el ser humano, periodo muy mal conocido en occidente, diría que casi olvidado. Todo el mundo debe saber qué ocurrió en la Camboya de finales de los años 70 del pasado siglo; el holocausto judío no es el único desgraciadamente.
Antes de empezar me gustaría decir que este monográfico va dedicado a Haing S. Ngor (1940-1996), que sufrió la locura del Khmer rojo en sus propias carnes y que, además, participó en la película antes mencionada. Finalmente murió asesinado por tres supuestos simpatizantes del khmer en las inmediaciones de su casa en Los Ángeles.


  • Introducción.

Occidente, y sobre todo Estados Unidos, se estaba reponiendo a finales de los 70 y principios de los 80 del pasado siglo de los horrores de la malograda Guerra de Vietnam, en el contexto de la Guerra Fría. Una intervención bochornosa y ridícula en la Península de Indochina, que sólo tuvo como resultado la derrota de los estadounidenses ante los vietnamitas, en concreto los vietnamitas del norte, pro-soviéticos, un gasto económico desorbitado para una guerra absurda y el rechazo de la mayor parte de la sociedad estadounidense hacia los soldados que consiguieron regresar del conflicto. Tras la salida de las últimas tropas estadounidenses de suelo vietnamita y camboyano, se abriría un periodo oscuro en al que los medios occidentales prestarían poca atención, ya sea porque una vez acabada la guerra ya no había interés en la cuestión vietnamita o bien porque el bloque comunista impedía muchas veces la filtración de información al mundo occidental en general. El caso más extremo lo tenemos en Camboya, en el que entre 1975 y 1979 la información que se tiene de esos años es escasa, sobre todo en los tres últimos, tres años de pesadilla y de horror. Lo que pasó en el país del sureste asiático no se conoció hasta que el gobierno de entonces, los mencionados jemeres rojos, fue depuesto tras un conflicto armado con sus vecinos vietnamitas, los cuales se quedaron estupefactos al descubrir el terror tras cruzar la frontera selvática que separa ambos países.

Tres años de locura, de angustia; de desapariciones, torturas, asesinatos a sangre fría de mujeres, hombres y niños, de campesinos, funcionarios, pobres y ricos. Un quinto de la población total de Camboya (un cuarto según algunas fuentes) fue ejecutada en el transcurso de ese trienio. Un genocidio absolutamente demencial; la mayor cantidad de gente asesinada en un periodo tan corto de tiempo del que se tiene constancia. Más de dos millones de personas asesinadas, directa o indirectamente. Pero, ¿quiénes eran los llamados “jemeres rojos”?, ¿qué les llevó a cometer esta locura tan desconocida hasta hace relativamente pocos años?

  •  Antecedentes. Saloth Sar y la Guerra de Vietnam.    



Bien, comencemos con los hechos que lo originaron todo y que dieron pie a crear esta facción en Camboya. Aviso de que el seguimiento de algunos acontecimientos es bastante lioso, dado el gran número de facciones y maniobras desarrolladas en este periodo; intentaré explicarlo lo mejor posible, y si no os queda claro, no dudéis en preguntar en los comentarios.
Nos situamos en el año 1951, en plena lucha contra el Gobierno colonial francés y dos años antes de la independencia de Camboya, el Partido Comunista de Indochina (durante el periodo colonial francés se llamó así a la colonia, la también denominada como Península de Indochina, que englobaba a las actuales Camboya, Vietnam, Laos y Tailandia), presidido por Ho Chi Minh, fue dividido en tres partidos nacionales supuestamente independientes: el camboyano, el vietnamita y el laosiano. El principal objetivo de aquellos partidos clandestinos férreamente controlados por los vietnamitas era apoyar la lucha de liberación de Vietnam contra el imperialismo francés y, más tarde, contra la intervención estadounidense en Indochina. Por aquella época un joven camboyano perteneciente a una próspera familia de propietarios, Saloth Sar, al que con el tiempo se conocería como Pol Pot, estudiaba una diplomatura en radioelectricidad en París gracias a una beca del Gobierno francés. En París, Sar se afilió al Partido Comunista Francés y conoció a otros estudiantes camboyanos, que más tarde ocuparían altos cargos en su futuro gobierno. Tras su vuelta a Indochina, todos ellos se afiliaron al Partido Comunista de Camboya y formaron una facción, opuesta a los veteranos provietnamitas del partido, que poco a poco se haría con las riendas del mismo.
En 1954 se celebró la Conferencia de Ginebra tras la victoria del Vietminh contra los franceses en la batalla de Dien Bien Phu. Los Acuerdos de Ginebra reconocían la plena independencia de Camboya y Laos y dividían provisionalmente Vietnam en dos países independientes: la República Democrática de Vietnam en el norte y el Estado de Vietnam en el sur .
Según los acuerdos, ambos países debían celebrar en el plazo de un año un referéndum para decidir si se unían, pero aquella consulta nunca llegó a realizarse. Estados Unidos, que se había negado a firmar los acuerdos de Ginebra, se aseguró de impedirlo y apoyó al Gobierno dictatorial del sur, lo que desencadenaría la segunda guerra de Indochina entre la República Democrática de Vietnam y el Frente de Liberación de Vietnam en un bando y Estados Unidos y los diferentes gobiernos títeres de la República de Vietnam en el otro. En una de las mayores y más trágicas ironías de la historia, Vietnam habría de luchar por la emancipación de todo su territorio contra el país cuya declaración de independencia había leído Ho Chi Minh en septiembre de 1945 para proclamar la independencia del suyo.
En 1960, el Partido de los Trabajadores de Vietnam convocó un congreso en Hanoi en el que decidió “liberar el Sur” del “Imperialismo estadounidense y sus secuaces”. Dos semanas después, el Partido Comunista de Camboya celebró un congreso secreto en Phnom Penh en el que se nombró un nuevo Comité Central formado por Pol Pot, Nuon Chea, Ieng Sary y otros diecinueve miembros, y se rebautizó el partido como Partido de los Trabajadores de Kampuchea. Pese a que el partido siguió cumpliendo las órdenes de Hanoi al menos durante doce años más, a partir de aquel momento el control estuvo en manos de la facción de Pol Pot y el “grupo de París”. De hecho, la historiografía oficial de la Kampuchea Democrática sostendría que el partido fue fundado en aquel momento, eliminando de un plumazo sus nueve años anteriores de existencia y se castigaría con la muerte a quien osara afirmar que había sido fundado en 1951.
Toma de Phnom Penh, 17 de abril de 1975.
A lo largo de la guerra de Vietnam, el Gobierno camboyano del príncipe Norodom Sihanouk adoptó unaq política de neutralidad. Estados Unidos interpretó aquella neutralidad como un apoyo encubierto a los comunistas, que utilizaban el territorio camboyano para transportar armas de la República Democrática de Vietnam a Vietnam del Sur a través de la célebre “Ruta Ho Chi Minh”, mientras Sihanouk combatía de forma despiadada cualquier tipo de oposición, especialmente la del Partido de los Trabajadores de Kampuchea, a cuyos miembros bautizó como khmer rouge (jemeres rojos en francés).
En 1970, el general Lon Nol dio un golpe de Estado en Camboya, probablemente con la aquiescencia de Estados Unidos, expulsó del poder al príncipe Sihanouk y anunció que combatiría con todas sus fuerzas a los vietnamitas que utilizaran el territorio camboyano como santuario o para abastecer al Vietcong (guerrilla comunista de Vietnam del Norte). Sihanouk se unió a sus antiguos enemigos, los jemeres rojos, e hizo un llamamiento al campesinado para que se uniera a la guerrilla. Estados Unidos, por su parte, llevaba realizando bombardeos selectivos e incursiones secretas en territorio camboyano desde 1965. En 1969, el presidente Richard Nixon decidió intensificar los ataque aéreos y utilizar aviones B-52 en una brutal campaña de bombardeos de saturación. Sin informar al Congreso de Estados Unidos acerca de las operaciones, Nixon ordenó al ejército utilizar “cualquier cosa que vuele contra cualquier cosa que se mueva”. Entre 1969 y 1973, cuando el Congreso decidió poner fin a la operación, Estados Unidos bombardeó de forma masiva el campo y los pueblos del este de Camboya, matando a cientos de miles de civiles (hecho que se ve en “Los gritos del Silencio”). Durante aquellos años, Estados Unidos lanzó un total de 2.756.941 de toneladas de bombas sobre territorio camboyano. Para hacerse una idea de lo que supone esa cifra en un país tan pequeño como Camboya hay que tener en cuenta que, durante toda la segunda guerra mundial, los aliados lanzaron en total algo más de dos millones de bombas, incluidas las de Hiroshima y Nagasaki.
En un principio, el objetivo de los bombardeos era impedir los suministros al Vietcong. Después, se utilizaron para detener el avance de los jemeres rojos contra las tropas de Lon Nol, un avance que, paradójicamente, se vio propulsado de forma decisiva por los bombardeos, ya que gran parte de la población se unió a la insurgencia precisamente como reacción a estos. Antes de que comenzasen, los jemeres rojos sólo contaban con varios miles de hombres. En 1973, cuando finalizaron los bombardeos, tenían un ejército de más de 200.000 milicianos. Finalmente, el 17 de abril de 1975 tomaron Phnom Penh y vencieron definitivamente a Lon Nol, que había huido de la capital del país dos semanas antes con rumbo a Hawai. La victoria de Pol Pot supuso el fin de la guerra civil que había devastado el país, pero lo peor estaba por llegar.

  • El inicio de la pesadilla.

El 16 de abril de 1975, cuando las tropas rebeldes entraron en Phnom Penh, la capital de Camboya vivía suspendida en un remedo de prosperidad. A pesar de la guerra, la clase media era capaz de mantener un aceptable nivel de vida. Phnom Penh no era la Arcadia, pero sí una ciudad relativamente moderna, que conservaba muchos resabios afrancesados de la época de la colonización, y cuyos puestos callejeros ofrecían tanto caña de azúcar y grillos tostados como crepes y cruasanes rellenos. Ésa fue la ciudad que abandonaron las legaciones diplomáticas al grito de “Sálvese quien pueda”. Ésa fue la ciudad que encontraron los jemeres rojos cuando llegaron con su indumentaria de camisa y pantalón negros y pañuelo de cuadros negros y rojos. Y ésa fue la ciudad que ordenaron desalojar en cuestión de horas.
Los habitantes de Phnom Penh se habían lanzado a las calles para celebrar el fin de la guerra cuando los soldados les informaron de que había orden de evacuación para todos los ciudadanos. A algunos les dijeron que la capital iba a ser bombardeada por los americanos, y por eso se les trasladaba al campo. “Será sólo unos días”, aseguraban. Pero había algo raro en aquel desalojo, en aquel éxodo a la fuerza de dos millones de personas que recibieron instrucciones de hacer el camino a pie o en carro de bueyes. Todo el mundo tuvo que marcharse, incluso los ancianos y los enfermos. Muy pronto empezaron a aparecer en las cunetas los cadáveres de aquellos que no resistían la marcha a pie. El horror no había hecho más que empezar.

En la sombra, Saloth Sar y sus acólitos movían los hilos de un plan demencial. Había cambiado su nombre por el de Pol Pot, proclamado el nacimiento de la Kampuchea Democrática y declarado el inicio del “año cero”, en el que la historia del país empezaría a reescribirse. Había que eliminar todos los vestigios del detestable pasado capitalista. Los vehículos a motor se destruyeron, y el carro de mulas fue nombrado medio de transporte nacional. Se quemaron bibliotecas y fábricas de todo tipo, y se prohibió el uso de medicamentos: Kampuchea estaba en condiciones de reinventar todas las medicinas necesarias para sus ciudadanos echando mano de la sabiduría popular. Porque sólo los campesinos permanecían a salvo de la peste capitalista y burguesa que contaminaba el país. Ésos eran los ciudadanos ejemplares. El resto, un peligroso despojo de tiempos pasados que había que reeducar o eliminar. Y eso fue lo primero que Pol Pot ordenó: que se acabara con todos los elementos subversivos que podían considerarse un lastre para el país. Durante días se ejecutó a altos funcionarios y a militares. Luego, a profesores, a abogados, a médicos. Después, a aquellos que sabían un segundo idioma. Finalmente, se asesinó a todos los que llevaban gafas, pues los lentes eran síntoma de veleidad intelectual.

Muchas de las ejecuciones se llevaron a cabo en el campo de Toul Sleng, a unos dos kilómetros de la capital. Las torturas allí practicadas convierten al doctor Mengele en un simple aficionado. Nos ahorraremos detalles, pero como prueba del sadismo de los carceleros baste decir que, nada más entrar en el campo, a todos los internos se les arrancaban las uñas de las manos. Después vendrían otras vejaciones durante interrogatorios interminables. Para acabar con aquellas sesiones de dolor en estado puro, los sospechosos tenían que reconocer sus relaciones bien con el KGB, bien con la CIA, bien con la élite política del general Nol. Aquellos desdichados sólo querían que cesaran las atrocidades y llegase para ellos una ejecución rápida, así que admitían las más insospechadas majaderías con el único fin de recibir el liberador disparo en la nuca. En Toul Sleng fueron ejecutados más de 20.000 prisioneros. Sólo siete personas salieron con vida de aquel campo de exterminio. Hoy, al visitar el museo del horror donde estuvo la cárcel, no podemos evitar un estremecimiento al contemplar las fotografías de los torturadores: adolescentes de mirada perdida, niños grandes que no habían cumplido los veinte años y se entregaban como bestias a las labores de infligir dolor.
Todos los ciudadanos de Camboya que no pertenecían a la guerrilla fueron convertidos en campesinos y obligados a trabajar en los campos de arroz en jornadas de 12 y 14 horas. Las ciudades quedaron despobladas, y en las aldeas se organizó una forma de vida muy particular, con familias separadas, comedores colectivos y sesiones de reeducación en las cuales se hablaba del Angkar como responsable último del bienestar y el progreso del país. El concepto de Angkar era completamente abstracto. El Angkar era el partido, el sistema, el gran hermano. Pol Pot seguía siendo una figura en la sombra, de la que sólo empezó a hablarse dos años después de la proclamación del año cero. La vida se volvió un infierno. La propiedad privada se suprimió de manera drástica. Nadie tenía nada. Incluso la ropa (el pijama negro y el pañuelo de los jemeres) era propiedad del Angkar. La comida se suministraba en los refectorios, y poseer una olla se consideraba un delito. Muchos no soportaban la escasez de alimentos y las jornadas en los arrozales, y morían de agotamiento y de hambre. Los hijos perdieron a sus padres; los padres, a sus hijos. Mostrar dolor por la muerte de un familiar también estaba penado: era un síntoma de debilidad. Las raciones de comida eran tan miserables que hubo casos de canibalismo. Se regularon incluso las relaciones sexuales (que sólo podían mantenerse con fines reproductivos) y se obligó a los jóvenes a casarse para traer al mundo a nuevos ciudadanos de Kampuchea. Incluso se estableció que cada ciudadano debía producir dos litros de orina diarios, que cada mañana debían ser entregados al jefe de la aldea para fabricar abonos.

Los niños, cuyas mentes no estaban contaminadas por el pasado capitalista, fueron sometidos a un lavado de cerebro: el partido velaba por ellos, y los traidores al Angkar eran merecedores de los peores castigos. Despojados de la capacidad de sentir por aquel entrenamiento bárbaro, críos de diez años acababan denunciando a sus propios padres por robar comida, y aplicando sanciones a los que infringían las normas de conducta. Se creó una raza de criaturas alienadas y violentas, capaces de rebanar el pescuezo a quien fuese capaz de traicionar a Pol Pot robando una fruta o un puñado de arroz crudo. Niños y niñas de ocho años fueron entrenados en el arte de la lucha contra los llamados youns: los extranjeros, culpables de buena parte de los males que habían sacudido al país en el pasado.

Pol Pot y los jemeres rojos estuvieron en el poder 44 meses. El 7 de enero de 1979, la intervención militar vietnamita obligó al tirano a salir del país y poner fin al genocidio. No hay cifras exactas de cuántas personas murieron bajo el terror rojo, pero se sabe que más de dos millones perdieron la vida ejecutados o en los campos de la muerte: un cuarto de la población del país. El ansia de exterminio de Pol Pot llegó a extremos inconcebibles.
Al saber que algunos camboyanos habían conseguido huir a Tailandia, mandó sembrar en las fronteras 10 millones de minas para detener a los prófugos.
La película de Roland Joffe Los gritos del silencio brindó en 1984 un estremecedor retrato de la situación en Camboya durante la dictadura de Pol Pot a través de la historia real de un periodista, Dieth Pran, confinado en un campo de trabajo. Su papel fue interpretado por el doctor Haing S. Ngor, refugiado camboyano y víctima también de la represión polpotista. Al recoger el oscar con que la Academia premió su trabajo, declaró: “Una película no basta para describir el sangriento golpe comunista de Camboya. Es real, pero no es realmente suficiente. Es cruel, pero no es suficientemente cruel”.
Cuando la pesadilla terminó, Camboya tuvo que admitir su condición de país arrasado material, científica y tecnológicamente, pero también humanamente. De los más de 500 médicos con los que contaba en 1975, sólo 54 habían sobrevivido a la masacre de los esbirros de Pol Pot. Tampoco había profesores, ni ingenieros, ni funcionarios cualificados. Por no haber, no había ni deportistas: Camboya renunció a su participación en los Juegos Olímpicos de Montreal en 1976 y de Moscú en 1980. Todos los atletas de los equipos nacionales habían sido exterminados. Practicar deporte también era una ocupación burguesa en la Kampuchea de Pol Pot.
Quien viaje a Camboya y tenga un mínimo interés en contactar con los camboyanos, descubrirá que prácticamente todas las familias del país fueron destrozadas por Pol Pot. Es algo tan habitual que cualquiera habla sin reparos de su situación: “Mataron a mis padres, a mis tíos y a mis dos hermanos mayores”; “Sólo sobrevivimos mi padre y yo”; “Me quedé solo y me recogieron unos primos de mi madre”. El país está sembrado de recuerdos de la desdicha, y no hay una sola persona que no pueda contar la suya. La tragedia colectiva del país está ahí, sostenida por miles, millones de dramas individuales. Quizá por eso, desde mediados de los ochenta se instauró una fecha terrible: el Día Nacional del Odio. Se celebra el 20 de enero en el campo de tortura de Tuol Ulong. Luego, íntimamente, cada camboyano honrará a su modo a los parientes asesinados y descargará su alma con insultos y maldiciones al tirano que torció el rumbo de todo un país.


Pol Pot nunca se arrepintió de sus crímenes. Su esposa aseguró que había muerto feliz y satisfecho con su vida, y en una entrevista con la revista Far East Economic Review (la única que concedió en 19 años) afirmaba que hablar de millones de muertos era una exageración. “Tengo la conciencia tranquila”, añadió. Se equivocan quienes piensan que la llegada de la vejez sirve a todo el mundo para recapitular. Los monstruos no lo hacen. Quizá porque los monstruos, como los tiranos, no tienen edad. Siguiendo la tradición camboyana, el cuerpo de Pol Pot fue incinerado. El tiempo, el calor y la humedad de la jungla habían empezado a descomponer el cadáver cuando se le trasladó a una pira funeraria que bien poco aportaba al escenario de una ceremonia solemne: como material de combustión se usaron unos cuantos muebles viejos, neumáticos usados y una colchoneta. Los despojos del asesino desaparecieron en medio del olor nauseabundo de la goma quemada y de una espesa humareda negra.
Actualmente aún se siguen desenterrando huesos de los que murieron a manos del Khmer Rouge. En los huertos, entre la tierra, incluso algunos asomando entre la superficie. Se siguen acumulando, miles y miles de huesos forman pequeños montículos óseos. La mayoría de esas osamentas son de personas desconocidas, no hay medios muchas veces para identificarlas, por lo que se amontonan. La visión es horrible y triste, pero ha de ser así, para que no se olvide.

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Llegados al final de este largo (y necesario) monográfico, qué podemos decir. Quizá el silencio sea más que suficiente, o quizá no. La crueldad humana no tiene límites. El ser humano es capaz de hacer las cosas más maravillosas que uno pueda imaginar pero, también, puede llegar a hacer el más atroz de los actos. Da igual el signo político, la religión o el nivel cultural, todo eso da igual, eso son trivialidades. Dos millones de personas murieron, dos millones de vidas, de anhelos, de ilusiones, de inocentes. Torturados, extenuados hasta la muerte algunos, asesinados y destruidos, eliminados por órdenes de un hombre. No, no era un hombre, era otra cosa. Aquel líder era de todo menos un hombre. Me gustaría que reflexionárais por un momento sobre lo que habéis leído, reflexionad sobre estos hechos y sacad vuestras propias conclusiones. Que nunca se olvide lo que ocurrió en Camboya.

Por último os dejo este texto, el cual aparece a la entrada de Choeung Ek Memorial, una de las zonas donde se realizaban las matanzas, ahora lugar que conmemora y recuerda aquel sufrimiento. También os traigo un documental (Genocidio camboyano: Pol Pot y los jemeres rojos) de unos cincuenta minutos donde explican muy bien todo lo que os he ido comentando en el monográfico, para quien le interese.

Lo más trágico es esto: En este siglo XX Camboya vio como la banda de criminales de Pol Pot cometió el genocidio más odioso de la actualidad, la matanza de la población con una atrocidad incalculable, mucho más cruel que el genocidio cometido por el fascismo de Hitler, más terrible que cualquier otra experiencia que el mundo haya conocido antes. Con estupor delante de nosotros, imaginamos la voz dolorosa de las víctimas maltratadas por los hombres de Pol Pot con palos de bambú o azadones y apuñaladas con armas blancas. Nos parece estar mirando las escenas de horror y pánico. Los rostros heridos de personas fatigadas por el hambre o por los trabajos forzados o torturadas sin misericordia en sus famélicos cuerpos. Murieron sin dar las últimas palabras a sus parientes y amigos. Como si fueran animales dañinos, las víctimas eran golpeadas con palos en sus cabezas o con azadones y apuñalados antes de su último aliento. ¡Cuán amargo final viendo a sus niños queridos, esposas, maridos, hermanos o hermanas atados fuertemente antes de la masacre! Aquel momento en que esperaban por turnos la misma suerte trágica de los demás. El método de matanza que la banda de criminales de Pol Pot hizo con camboyanos inocentes no puede describirse total y claramente con palabras, porque la invención de tales métodos es extrañamente cruel, por lo que es difícil determinar quiénes fueron ellos, pues tenían forma humana, pero su pensamiento era totalmente primitivo, tenían rostros camboyanos, pero sus actividades eran completamente reaccionarias. Quisieron transformar a la gente de Camboya en un grupo de gentes sin razón, ignorantes y que no entendieran nada, que siempre doblaran la cabeza para llevar a cabo las órdenes de la Organización de manera ciega, de la manera en que ellos les habían educado y transformaron a los humildes y nobles jóvenes y adolescentes en ejecutores de una justicia odiosa que los llevó a matar a inocentes, e incluso a sus propios padres, parientes y amigos. Quemaron las plazas de mercado, abolieron el sistema monetario, eliminaron los libros, reglas y principios de la cultura nacional, destruyeron escuelas, hospitales, pagodas y monumentos como fue Angkor Wat, orgullo nacional y memoria del conocimiento, genio e inteligencia de nuestra nación. Intentaron destruir el carácter camboyano y transformar la tierra y las aguas de Camboya en lugares de sangre y lágrimas eliminando toda nuestra cultura, civilización y carácter nacional. Querían destruir toda la sociedad de Camboya y hacer retroceder al país entero hacia la Edad de Piedra.

Bibliografía

  • AFFONÇO, Denisse. El infierno de los Jemeres Rojos: Testimonio de una superviviente. 2010.
  • AGUIRRE, Mark. El legado de los Jemeres Rojos. Barcelona, 2009.
  • AGUIRRE, Mark. ¿Por qué han tardado veintiocho años en juzgar a los líderes de los Jemeres Rojos. El Viejo topo, 2007, nº 238, pp. 55-61.


4 comentarios:

  1. Poco se puede añadir a lo expuesto en el texto. Una barbarie de las muchas del largo siglo XX, no tan popular como el Holocausto judío, pero más sangriento si cabe. De nuevo, el cine actúa como descubridor e introductor perfecto para mostrar capítulos histórico que de otra forma no tendrían más eco. Mérito pues, de todo un grande como Roland Joffé.

    Respecto a lo de que fue "la mayor cantidad de gente asesinada en un período tan corto de tiempo del que se tiene constancia", yo diría que este genocidio rivaliza en eso con el de Ruanda de 1994. No dispongo de cifras ni datos, pero creo haber leído alguna vez que en cuanto a la relación muertos / cantidad de tiempo (no cifras de asesinados, porque aquí ganan los jemeres rojos), las matanzas entre hutus y tutsis establecieron el sangriento récord.

    En fin, no hay mucho más que decir: tuvieron que ser los vecinos, los vietnamitas, quienes pusieran fin a la carnicería, mientras que EE.UU., como casi siempre, se lavó las manos en ese asunto y se negó siquiera a pensar en que su actuación en los bombardeos de Camboya tuvieron, y mucho, que ver con lo que vino después. O la propia comunidad internacional, con la ONU, quienes no fueron capaces de llevar a Pol Pot ante un tribunal internacional para juzgar sus crímenes. Una mancha más, como lo fueron posteriormente las tardanzas y las indecisiones en Ruanda y en Yugoslavia.

    Como suele decirse, de episodios como éste queda el aprendizaje y la imposible promesa de no repetir este tipo de errores históricos. Digo "imposible", porque, aunque no se estén llegando a los extremos de Camboya, cualquier civil sirio que viva actualmente en Damasco podría tener bastante que opinar al respecto.

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  2. En el genocidio de Ruanda murieron aproximadamente unas 900.000 personas (se barajan otras cifras que oscilan entre el medio millón y el millón), por lo que en sentido proporcional, rivalizaría con este otro genocidio totalmente. No obstante, sería un tema muy interesante a tratar en siguientes monográficos.

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  3. A eso me refiero, que si bien las cifras de lo de Camboya se refieren a 44 meses de terror, en Ruanda fue únicamente un año, y especialmente en los meses de abril, mayo, junio y julio de 1994. Lo de Camboya podría definirse como una exterminación sistematizada, algo organizado, jerarquizado y mecanizado, al estilo nazi o estalinista; mientras que lo de Ruanda fue la demostración más limpia de carnicería jamás realizada.

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  4. En Ruanda era más cuestión de enemistad ancestral entre hutus y tutsis, una enemistad entre los dos grupos étnicos, lo cual servía de pretexto para exterminarse unos a otros. Pero te matizo que sí hubo ejecuciones sistemáticas y organizadas a grandes rasgos como pasó en Camboya, estando algunas de ellas organizadas totalmente por el gobierno hutu, liderado por Habyarimana y el Frente Patriótico Ruandés. Por tanto también fue un genocidio de corte político y, por tanto, en este punto encontramos paralelismos con el camboyano.
    Con esto quiero decir que la mayoría de los genocidios que han existido en nuestra historia, de una forma o de otra han tenido una planificación detrás, muchas veces política, por lo que se ha necesitado de una sistematización en menor o mayor grado.

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