miércoles, 4 de junio de 2014

La vida monacal en la Edad Media (Parte II).

Una cruz del monasterio de Clonmacnoise, fundado en el 548 por San Ciarán

Tal y como os prometimos os ofrecemos la segunda parte de "La vida monacal en la Edad Media". En este segundo artículo nos centraremos en un tipo de vida monástica muy particular, la irlandesa, y también desarrollaremos más ampliamente la vida en los monasterios europeos durante la Edad Media. 


Un caso particular: el monacato irlandés.

Otro foco de difusión de la vida monástica en la Europa occidental los constituyó la isla de Irlanda. La Isla Esmeralda fue evangelizada bastante tardíamente, en el siglo V de nuestra era, por un britano-romano llamado Patricio (recientemente se ha descubierto que, antes de él, ya hubo cierta influencia cristiana en Irlanda en las décadas previas a su llegada), que fue hecho prisionero por los piratas irlandeses en una de sus incursiones en la Britania romana, donde al igual que en el resto del Imperio Romano sí se había difundido el cristianismo.

La nueva religión se propagó rápidamente entre los habitantes celtas de Irlanda, pero como la célula social básica de este pueblo no era la ciudad, sino los clanes (tuatha) asentados en un medio rural, la iglesia cristiana adoptó una organización diferente. En Irlanda no se crearon iglesias catedrales como en el Imperio Romano, sino que surgieron monasterios a cuyo frente estaban los abades y éstos a veces también tenían la condición de obispos. Estos monasterios estaban integrados por personas pertenecientes al mismo clan o grupo de consanguíneos y en ocasiones los jefes de estos clanes eran los que ocupaban los cargos de abad. Además, los monasterios irlandeses no eran un refugio para los que querían apartarse del mundo, sino que estaban al servicio de las necesidades religiosas de los clanes y contribuyeron a suavizar sus costumbres precristianas.

Monasterio de la isla Skellig Michael, Irlanda

Desde la isla de Irlanda esta forma de vida religiosa alcanzó Escocia y el norte de Inglaterra, por ser estos territorios zonas de incursiones y expansión de los celtas irlandeses. Hubo monjes famosos como San Columba que fundó el monasterio de Iona el año 563 en una pequeña isla junto a Escocia. Más tarde algunos monjes también pasaron al continente, como Columbano, muerto en el 615, que fundó monasterios en Francia e Italia.

Los monjes irlandeses llevaban una vida muy austera con ayunos y penitencias muy duras, cuidaban de los pobres y enfermos, y dedicaban mucho tiempo al estudio de las Sagradas Escrituras. Gracias a esta actividad contribuyeron a difundir el conocimiento del latín y realizaron interesantes aportaciones al arte de la época, pues decoraban sus libros con miniaturas y dibujos, con colores de gran belleza y originalidad.



La vida en los monasterios durante la Edad Media.


Monasterio medieval de Haghpat, Armenia

Durante la Edad Media, de entre todos los cristianos que se esforzaban por alcanzar el Reino de Dios, el monje era considerado el más avanzado en la escala de la perfección, ya que había elegido renunciar a su propia voluntad para consagrar la vida a Cristo. Los monjes, al contrario que otras categorías de clérigos, vivían en comunidad organizada según una Regla y por este motivo eran llamados regulares. En el Occidente medieval, la Regla más difundida fue, sobre todo a partir del siglo IX, la de Benito de Nursia. Como ya vimos en la entrada anterior, sobre la base de este texto, muy genérico y que más bien proponía orientaciones que normas precisas para el comportamiento cotidiano, en algunos monasterios o grupos de monasterios se elaboraron usos y costumbres, que definían la observancia específica de cada orden monástica y todos los detalles de la vida cotidiana, de principio a fin de la jornada.

El monje tenía la obligación de conocer perfectamente la Regla de Benito y los usos de su monasterio y, después, durante el periodo (en general, de un año) de preparación para la profesión monástica, el novicio debía, bajo el severo control de un maestro, esforzarse en aprender estas nociones. Además, cada día, durante la reunión de todos los monjes de la comunidad (el capítulo, que se reunía en la sala llamada por ello capitular), se leía y se comentaba por el superior un fragmento de estas leyes que organizaban la vida comunitaria.
La comunidad que vivía en un monasterio no se componía únicamente de monjes. Estaban también los novicios, muchachos que vivían en él y estaban destinados a hacerse monjes una vez cumplida la edad requerida, los laicos especializados en los trabajos manuales (los legos) y los simples criados. Por no hablar también de los huéspedes de paso, alojados en la hospedería: nobles, benefactores del monasterio, algún obispo o cardenal de regreso de una misión, pero también simples peregrinos en viaje hacia Roma, Santiago de Compostela o cualquier otro santuario.
Todos estaban bajo la autoridad del abad o del prior, verdadero jefe del monasterio y padre de la comunidad. Ante él, el futuro monje prometía respetar los votos (castidad, pobreza, constancia y obediencia) y a él debían solicitarle los legos su sustento, alojamiento y protección, obligándose a cambio a servir al monasterio. Cada día, el abad convocaba el
capítulo, oía la confesión de sus hermanos, organizaba el reparto de las tareas y de los trabajos comunitarios y, sobre todo, se encargaba de los asuntos cotidianos del monasterio: recibimiento de los huéspedes distinguidos, contratos varios, venta o adquisición de bienes patrimoniales o de consumo ordinario, litigios y cuestiones jurídicas que afectaban al monasterio, etcétera. En esta tarea le ayudaban los oficiales, cuyo número y cualificación variaban según los lugares. En general, eran un prior (el segundo en jerarquía, tras el abad), un ecónomo y un responsable de la hospedería y de la enfermería.
A los legos se les confiaban algunas funciones, particularmente las que exigían contactos con la ciudad (mercados, ferias, etcétera). En las abadías cistercienses, por ejemplo, parte de los legos residía en las alquerías (granjas) donde desarrollaba su trabajo bajo el control de un monje o, con frecuencia, de otro lego. Por otra parte, las abadías solían recurrir a funcionarios de fuera de la comunidad, en general, eclesiásticos influyentes en los obispados o en Roma, laicos poderosos o expertos en derecho, a quienes confiaban sus asuntos.

Miniatura de un códice de las Cantigas de Santa María deAlfonso X. Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, Madrid

La jornada del monje se dividía entre el rezo y el trabajo. A esto se añadían pequeñas tareas comunitarias como, por ejemplo, la preparación de los objetos litúrgicos necesarios para las celebraciones, la lectura de textos sagrados durante las comidas en el refectorio, la acogida de los huéspedes que se presentaban en la portería del monasterio y otras. El rezo se desarrollaba principalmente en comunidad, en la iglesia del monasterio, durante la serie de oficios litúrgicos que marcaban las horas del día. En la sociedad medieval, el papel social de los monjes era el de rezar; así, se difundió entre los laicos la costumbre de confiar la propia alma y las de sus personas queridas a las oraciones de alguna comunidad monástica, que procedía a anotar en libros de registro los nombres de las personas (vivas o muertas) con las que se había comprometido. Este particular tipo de obras acabó por adquirir para algunas órdenes, particularmente la cluniacense, una importancia tal que se
impuso (como enseguida se le reprochó) sobre todos los demás aspectos de la vida monástica.
Si las reglas y los usos monásticos insistían repetidamente en la obligación del trabajo, no determinaban que los monjes se dedicasen sistemáticamente a actividades agrarias o artesanales. Estas tareas se dejaban a los legos o a los laicos arrendatarios, que cultivaban las posesiones del monasterio a cambio del pago de una renta o la entrega de una parte de la cosecha.

Los monjes realizaban, sobre todo, una labor intelectual en la biblioteca o en la sala de estudio de la abadía (scriptorium). Copiaban en códices de pergamino obras litúrgicas, teológicas y morales, pero también literatura antigua, tratados científicos (astrología, medicina, etcétera) y tantos otros textos que se salvaron así de desaparecer. En este sentido las abadías contribuyeron a la conservación y transmisión de la cultura clásica. La copia de los libros no consistía solamente en la traducción del texto: los códices se adornaban con miniaturas y, sobre todo, eran estudiados y comentados, en los márgenes de los códices o en volúmenes separados.
Los monjes se especializaban en algunos géneros literarios, como el relato de las vidas de santos (hagiografía), la Historia (de toda la cristiandad, de su región o de su abadía), los comentarios de la Biblia o de los Padres de la Iglesia, etcétera. La cultura monástica servía también para gestionar el patrimonio y elaboraba libros (libri iurium, cartularios) que recopilaban la documentación sobre los derechos de propiedad de una comunidad sobre un terreno o una jurisdicción.

Monjes haciendo uso de herramientas astronómicas. Miniatura francesa del siglo XIII

A partir del siglo XI, los monasterios y las abadías dejaron de estar aislados y se reunieron en grupos con un centro de referencia común y supeditado al control de un abad (o prior) general: el abad de Cluny para la orden cluniacense, el de Citeaux para los cistercienses, el de Vallombrosa para la vallombrosana, el prior de Camaldoli para los camaldulenses. Por esta razón, la Regla debía en adelante definir, además de la vida cotidiana en el interior de cada comunidad, el funcionamiento de las relaciones entre las diversas comunidades de una misma orden. La cohesión era reforzada por la organización regular (en general, cada tres años) de reuniones a las que asistían los superiores de todas las comunidades de una orden. Durante estos capítulos generales, habitualmente convocadas en la abadía de cabecera, se examinaban los problemas de la orden y los modos de reforzar su cohesión; además se elaboraba una estrategia común. Cabe imaginar el poder que los monjes consiguieron gracias a estas estructuras suprarregionales y, en algunos casos (Cluny o Citeaux, ambas en Francia, por citar las más poderosas), supranacionales y con más de un millar de monasterios esparcidos por todo el Occidente europeo.

Y hasta aquí la segunda parte del monográfico. En la siguiente entrega completaremos este apartado y seguiremos con "El monacato en España". Finalmente ofreceremos la bibliografía empleada para la redacción del artículo. Un saludo.


Carlos Alberca

2 comentarios:

  1. Pues de nuevo interesantísima esta entrega, sin duda, y yo particularmente no conocía ese carácter especial de los primeros monasterios irlandeses y su, digamos, mezcla con la realidad de los tuatha que existía en aquella época. Una pequeña duda al margen: mencionas que en los monasterios también trabajaban laicos y criados. Pero estos laicos y criados, ¿estaban al margen de la vida monacal o de algún modo también formaban parte de la vida eclesiástica?. Es decir, ¿tenían contacto con los monjes y con el interior de la abadía o monasterio participando en misas o celebraciones, o laicos y criados vivían fuera de los muros del recinto y solo trabajaban allí como carpinteros, albañiles o agricultores?.

    Por la parte que me toca no puedo pasar sin recomendar, si es que hay alguien que todavía no la ha visto, "El nombre de la rosa", donde pueden verse perfectamente algunas de todas estas características del monasterio o abadía, que por cierto, la de esta película es benedictina y del siglo XIV (aunque en realidad, algunos interiores fueron rodados en el monasterio cisterciense de Eberbach, en la comarca alemana de Rheingau y fundado en el siglo XII por Bernardo de Claraval).

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    1. Los monasterios muchas veces eran dueños de tierras en su entorno y, por tanto, a efectos prácticos eran como los señores con sus territorios feudales. Campesinos, artesanos y demás trabajaban para el monasterio y muchas veces dentro de él.

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